otra crónica mexicana

Los encantos de la capital chiapaneca, Tuxtla Gutierrez son sutiles, y se encuentran a disposición de los entendidos. Mi llegada a esta ciudad de construcción caótica y calor más que suficiente fue directo a un hostal resevado por internet. Esas cosas que tiene la tecnología, pero que por esos años manejaba de manera precaria. No me dieron llave, sino un pequeño candado, porque la puerta estaba en reparación. Una cadena colgaba de un agujero por el que se pasaba un mano completa. Cerré la puerta con aquel candado de bici, escuchando ruidos de albañiles en el cuarto siguiente. Pasé mi primera noche sentada sobre mi valija, mirando por la ventana formas de escapar y sin señal en el celular (¿¿a quien podía llamar de cualquier manera??).

De día los lugares se ven más amables, pero me levó 4 días conocer San Cristóbal de las Casas y dos segundos enamorarme de sus calles. Para llegar, es necesario subir 2500 metros sobre el nivel del mar en 40 minutos; para salir, es necesario mucho coraje… y una tonelada de lágrimas.

En esa pequeña ciudad al borde de un cerro falso y rodeada de montañas aguardaban para mi amigos entrañables, profesores de lengua indígena, caminatas y kilómetros de bici con auriculares al mango… un amor, varios amantes. Temporadas de lluvia, nieve, frio, borracheras, música en vivo. En poco tiempo supe donde comprar el mejor queso, a qué hora conseguir las tortillas calientes. Disfruté el pasar por el mercado de ida y de vuelta a la facultad. Me enseñaron qué café “nescafe”, digo: “noescafe” y lo barato que es el bueno, cosechado ahí nomacito. En un tiempo más encontré el tianguis de verduras orgánicas, y los nuevos nombres de las viejas y nuevas ofertas culinarias.

Por acá la tierra es de un rojo intenso y la vegetación abunda. El momento de la experiencia y el momento de entenderla se distancian cada día más. Todo simplemente sucede.

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